...Y una lágrima fugaz, y una sonrisa indecisa que delataban lo que en breve iba a sentir.
Sería tristeza, abandono, aliviado por la tranquilidad de un recuerdo.
Y un miedo fomentado pro al ausencia de la razón...
Me pierdo en el recuerdo de una tarde de junio, en una esquina de un barrio de París, en lo alto de una montaña un grupo de chicos cantan a capella. Y ahora mientras me hablas estoy allí, quedan desapercibidas tus palabras, inapreciables mientras me pierdo en mis recuerdos. Y aunque tus palabras son importantes para mi, no puedo evitar pasarlas totalmente por alto. Mi mente no puede dejar de evocar personas, lugares, momentos, sonrisas, miradas, caricias, roces insignificantes, susurros, lágrimas, sabores, tentaciones, besos,......todo, todo, todo, está ahora en mi, uno tras otro desfilan ante mis ojos, fijos y aparentemente atentos en los tuyos. Y me preguntas, y afirmo, sigues hablando y me miras con complicidad, cariño, ternura... Y aparto por un momento mis recuerdos para darme cuenta de que no te podré olvidar. Tu marca estará por siempre indeleble en mi.
Siempre serás como mi madre, quien me ha iniciado y conducido por los caminos de la literatura. Los caminos de mi vida, donde grabo mis días. No son palabras, no son si quiera letras, tan solo, la trascripción de mis emociones, de mis sentimientos.
Y tras este recuerdo fugaz sigo perdida en el transcurso de mis días y en una frase que retumba entre ellos: el tiempo es simultaneo.
El tiempo es simultaneo... días y días que se suceden a la vez. Acontecimientos repetidos. ¿Porqué nos empeñamos en friccionar el tiempo?
Tiempo: masa uniforme que nos acompaña a través de nuestra existencia.
Y sigo pensando mientras te sostengo la mirada. Si el tiempo es siempre el mismo, siempre estarás ahí. Puedo sentirme respaldada, apoya, no habrá soledad en mis días, ni vacío en mis noches y por tanto sigo allí, en medio de aquel barrio parisino en una tarde de verano sencilla y feliz.
Siempre me acompañará ese recuerdo. También el de la vista desde allí, tejados se erguían al pie de la colina. Y ahora me doy cuenta de que ya ahí, conocía un olor determinado, olor de una piel conocida que flotaba entre ellos. Supe que nunca olvidaría ese olor, aunque no pudiera relacionarlo aún con nada. Es el olor de los besos más dulce, de las caricias mas tiernas y más atrevidas.
Se mezcla el chocolate, dulce y amargo con el agua fresca de una fuete en el caluroso verano. Parece imposible, ¿verdad? Pues así son siempre sus besos. Dulces y amargos frescos y cálidos a le vez.
Y sé, como supongo que siempre he sabido, que sus besos al igual que las tardes en París, llenarán mi recuerdo hasta el día en que se extingan las lágrimas al borde de mis ojos y las caricias al filo de las yemas de mi dedos, en la ausencia de mi razón.