jueves, abril 13, 2006

Hoy he abierto los ojos (2)

CONTINUACIÓN : A cuatro patas (2)

Como hablando con ella se me olvida todo, y todo el día lo paso hablando con ella, ya no siento vergüenza por no tener piernas, a no ser lo que piense mucho. Y por eso me fijo más en ella. Es muy guapa. Y siempre sonríe. No sé cómo pude estar tanto tiempo sin fijarme en esa sonrisa sólo porque me daban vergüenza mis no-piernas. Es un hechizo de sonrisa. A veces me paso tanto tiempo mirándola que ella se da cuenta y entonces sonríe aún más y yo lo entiendo y me sonrojo todo y bajo la vista. Y en una de éstas me di cuenta de que en verdad ella tampoco tiene piernas.
Quisiera decirle que yo no puedo andar. Es que me gusta tanto que creo que se merecería un chico con muchas piernas que la pudiera llevar a hombros sobre las rosas y los caminos y sobre las otras personas hasta el final de todos los senderos.
Y me pongo muy triste porque yo no soy así.
Ella me habla y sus palabras son ilusión pura. Yo trato de mostrarme alegre también, contento de estar y poder hablar con ella, pero en el fondo de mi ser se remueve un gusano que me hace daño. ¿Por qué yo no puedo levantarme y hacerla infinitamente feliz?.. Llevarle a lugares donde no haya estado nunca y donde en vez de rosas crezcan otras flores más bonitas. Le enseñaría colores que no haya visto y caminos que no estuvieran hechos de tierra sino de cielo, y podríamos hablar sentados en una nube, o en una ola, y, y… Ay.
Me torturo con estos pensamientos, tonto de mí, que no me doy cuenta de que ella es feliz con tan solo hablando conmigo.
Paso mucho tiempo intentando reunir valor para decirle que no tengo piernas. Mientras le doy vueltas en la cabeza, el camino sigue avanzando, despacio, pero imparable. En algún momento le llama la atención una de las rosas. Es distinta de las que nos vienen acompañando desde el comienzo. Es negra. Extiende la mano hacia ella y la intenta coger con el puño abierto, y cuando va a conseguirlo se clava profundamente las espinas de la flor. Suelta un grito. El dolor ajeno es algo nuevo para mí, y no sé cómo reaccionar. De sus ojos sale agua como cuando yo intentaba mirar atrás, y yo sé que no es bueno. Su mano sangra un poco por algunos lugares, y ella la mira, desconsolada. No sé que hacer. Miro las espinas y a ella, otra vez a las espinas, y a ella. Y las espinas otra vez. Están muy afiladas. Desesperado, llego a la conclusión de que la rosa negra tiene la culpa, y le insulto. Pero ella sigue llorando. Alzo el tono, hago más serios mis agravios, gesticulo, trato de erguirme, le lanzo tierra con fuerza, pero de nada sirve. La flor va quedando poco a poco atrás y nosotros vamos alejándonos. Y lo peor de todo es que mi amiga sigue llorando desconsoladamente.
Entonces cojo su mano. Al instante siento su dolor, no como algo que me pase a mí, no como si yo tuviera heridas en las manos, me duelen como heridas en sus propias manos. Me duele que le duela. ¿Cómo se cura a una chica que llora? Estoy desesperado. Empiezo a ponerme ansioso porque no para de llorar. Sus heridas no cierran, la tierra se empapa con su llanto. ¿Qué hago, qué? Quiero que cese. No puedo soportarlo más. Prefiero tener yo las heridas: el dolor de mi amiga es como un ruido de explosiones continuas, algo superior a mis fuerzas, tiene que acabar ya, ya, ya ¡ya!
Me siento completamente inútil… Es la certeza de no poder ayudar, de no servir para ayudar. Siento como si mi ser, mi conciencia, mi yo fuera un globo atrapado en lo más oscuro de las tripas, y de repente noto que por alguna razón se corta la cuerda que lo mantiene preso. Comprendo con pavor que está subiendo, dando vueltas por mi cuerpo, chocando contra la piel, buscando la salida al exterior, a la libertad. Me mareo. Cuando mi yo llega a la garganta su presencia me es tan insoportable que se me nubla la vista y pierdo el equilibrio… Sé que mi única amiga aún llora, pero ¿dónde está?, no la veo. Entonces caigo al suelo y con el golpe mi ser sale despedido por la boca. Y mi cuerpo reacciona lo más violentamente que puede. La pena y el dolor se mezclan en un instante como un poderosísimo veneno que se extiende a velocidades de vértigo por mis venas, alcanzando los lugares más remotos y escondidos de mi ser. Cuando inunda por fin el cerebro, la tóxica combinación crece monstruosamente hasta convertirse en un dolor insoportable e inmenso, desesperadamente inabarcable, algo que pincha por todos lados y no se puede parar, no se puede parar. Es más que un dolor, es más que solo pena. Se infiltra en mis oídos, mi nariz y mi boca y me hace implotar tan bruscamente como una supernova. Con un espasmo me encojo sobre mí mismo, y sin poder evitarlo lloro descorazonadamente. Lloro yo, llora mi alma, llora mi llanto. Llora cada célula de mi cuerpo al unísono, sacudiéndolo, tiñendo del negro más horrible cada resquicio del universo, desgañitándose al gritarle a todo el que lo quiera oír su impotencia ante el sacrilegio de ver a mi amiga llorar.
Y entonces, como la grandísima ironía y broma de mal gusto que es la vida, ella se olvida mágicamente de su dolor. Se siente de pronto comprendida. Entiende que yo comparto su sufrimiento y que me hace tanto o más mal que a ella el verla ser infeliz. Sus lágrimas cesan, su rostro se enternece.
Me mira, sonríe y me abraza.

1 comentario:

AsDePiqas dijo...

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